Dada la actual
situación socio-económica, el desánimo, la desesperación, la falta de ilusión y
futuro, creo que es necesario que nos
llegue algo, cualquier cosa, que de alguna manera nos levante el ánimo y, aunque
sea difícil, nos haga sentir algo de orgullo de, al menos, lo que fuimos.
Era otra época
y otras circunstancias pero no por ello ha perdido su valor. Nuestro
protagonista es D. Cristobal de Mondragón y Otálora, uno de los más grandes
militares de aquellos fabulosos tercios que sometieron Europa durante más de
ciento cincuenta años. Un personaje ciertamente singular y semi-desconocido por
gran parte de sus paisanos por obra y gracia de los “magníficos” planes de
estudios que proscriben como si de la
peste se tratara todo aquello que huela a “algo bueno de nuestra historia”.
Tenía escrito
un relato a modo biográfico de este personaje, pero justo entonces me encontré
con este estupendo artículo de mi admirado Arturo Pérez Reverte que, con su
estilo habitual, pone en evidencia quién fue este hombre y, una vez más, lo
desagradecida que se mostró España con aquellos de sus hijos que más y mejor
hicieron para engrandecerla, una vez más, España fue más madrastra que madre.
Es un relato
muy nuestro, de los españoles de este y aquel lado del océano, pues de todos
eran aquellos tercios invencibles que
enarbolaron la cruz de borgoña y cuya presencia en el campo de batalla era
preludio de derrota y muerte para sus adversarios, y lo más terrible era que...
ellos lo sabían.
Una historia de violencia. Arturo Pérez Reverte.
Me
dan la bronca algunos lectores veteranos porque hace tiempo que no hablo de
esos personajes e historias del pasado que a veces, para bien o para mal,
ayudan a encajar el presente. Así que, para quienes echan de menos las
historias del abuelo Cebolleta, hoy tocamos esa tecla, recordando a uno de esos
fulanos sobre los que, de nacer en otro sitio, habría novelas, películas y
series de la tele. Pero nació aquí, aunque pasó la vida fuera de España,
ganándose el pan con una espada. Así que tenía pocas posibilidades de figurar
en los libros de texto de los colegios. Como dijo no recuerdo qué político
analfabeto de los que mezclan churras con merinas, la violencia no educa.
Año
1547. La España del emperador Carlos V tiene al mundo agarrado por las pelotas.
Los príncipes protestantes se han puesto flamencos, y les caen encima, entre
otros, los tercios de infantería española. La cosa se dilucida en Mühlberg, con
el río Elba entre los ejércitos del elector de Sajonia y el del emperador. Se
acomete la gente, se retiran los luteranos, y en mitad del pifostio hay un
momento delicado. Huyendo ante el empuje de la vanguardia mandada por el duque
de Alba, que siega como una guadaña, los alemanes -marcando el paso de la oca,
o lo que marcaran entonces- pasan el río por un puente de barcas, lo recogen en
la otra orilla, y para defender el único vado y cubrir su retirada acumulan
allí enorme cantidad de artillería y arcabuceros. De manera que al llegar los
españoles granizan balas sobre los arneses. El de Alba, cabreadísimo, va de un
lado a otro sin saber cómo hincarle el diente al asunto, pues los tudescos van
a enrocarse tras las murallas de la plaza fuerte, y de allí no los sacarán ni
con Tres en Uno. El emperador está a punto de llegar con el grueso del
ejército, encontrando el paso bloqueado; y además, los enemigos empiezan a
incendiar las barcas. Como para ingerir cianuro.
Entonces
ocurre una de esas cosas que a veces nos pierden a los españoles y otras nos
salvan. Algo muy nuestro. Muy de aquí. Porque de pronto, en mitad del
carajal, a un soldado del Tercio Viejo se le va la pinza y empieza a ciscarse
en los alemanes y en todos sus muertos; y jurando en arameo se pone la espada
entre los dientes, echa a nadar por el vado bajo una lluvia de arcabuzazos,
llega a la orilla con dos cojones, arremete contra los alemanes echando
espumarajos, y mata a cinco. Tras él, por vergüenza torera y porque está feo
dejarlo ir solo, se han echado al agua su capitán y nueve soldados, que salen
chapoteando y gritando «España, cierra, cierra», como animales. Imagínense el
cuadro y las pintas de mis primos, aullando mojados de barro y con ojos de
locos, de mucho matar, con sus barbas, espadas, escapularios y demás
parafernalia. De ese modo los colegas llegan a tiempo de ayudar al que pelea a
la desesperada, acuchillando a mansalva. Así, entre los diez, hacen un
escabeche de toma pan y moja. Y mientras los alemanes deciden que es momento de
salir por pies a buscar unas cervezas, los españoles, chorreando agua y sangre
ajena, apagan el incendio, reconstruyen el puente, y cuando llega el emperador,
su ejército lo pasa tranquilamente, alcanza al enemigo, y al elector de Sajonia
y a su puta madre les da las suyas y las de un bombero.
Después,
Carlos V pregunta quién fue el majara que cruzó el río. Y le presentan a un
oscuro soldado de padres vascos aunque nacido en Medina del Campo, llamado
Cristóbal Mondragón. Y allí mismo, sobre el campo de batalla, el emperador lo
llama «el mejor soldado del mejor tercio de la infantería española» y lo
nombra alférez. Al capitán que lo siguió lo asciende a maestre de campo, y a
los nueve soldados les da tanto dinero que Lope de Vega, en su comedia “El
valiente Céspedes”, dirá más tarde que los ha cubierto de oro.
¿Colorín
colorado? Casi. Y no como habría debido ser. Con el tiempo, Mondragón se
convirtió en uno de los más destacados militares españoles en las guerras de
Flandes. Amado por sus hombres, eso le granjeó -no podía ser de otra manera-,
odios y envidias en España. Y Felipe II, al que sirvió con tanta devoción y
valor como al padre, se portó con él como un miserable. Cuando ya veterano
volvió a su patria y solicitó expediente de nobleza, los jueces se las
arreglaron para inventarle antepasados judíos. Humillado, lleno de amargura y
vergüenza, Mondragón regresó a Flandes, de donde no había de volver nunca.
Acabó con noventa años, digno hasta el fin, ordenando que lo pusieran en la
ventana para que sus soldados, que lo adoraban, lo viesen morir. En su testamento
pedía, en pago a sus servicios, la castellanía de Amberes para su hijo y una
capitanía de lanzas para su nieto. El rey, naturalmente, no concedió ni la una
ni la otra.
Cristobal de Mondragón era de cuna
humilde, se alistó como soldado llegando a ser Maestre de Campo y Gobernador,
algo que en aquella época y por primera vez en la historia únicamente ocurría
en la infantería española, donde aunque la alta alcurnia suponía una posición
que ofrecía cierto impulso para forjar una carrera militar, era
fundamentalmente el valor y los hechos heroicos lo que otorgaba el rango. En
otra ocasión relataré otro episodio que, como todos ellos, es desconocido por
la mayoría de las personas. Una historia, casi una epopeya, de desesperación,
arrojo y valentía.
Un saludo.
La Doctrina Imperfecta
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